domingo, 3 de septiembre de 2017

Voy a escribir una nota de suicidio en mi nombre, en el nombre de los míos, en el nombre de mis antepasados. También en el nombre del padre que sufre, del hijo sin futuro ni tierra que le sepulte, la mujer violada por el Corán. Después cortaré las venas de mi cultura, de  mi historia y de  mi raza, para sumergirme en las aguas tormentosas del mar invasor y desangrarme lentamente entre titulares colaboracionistas. El horizonte ennegrecido por las cúpulas de la media luna, el silencio perturbado por gritos paganos y dioses de muerte, las calles empapadas por la sangre del cordero occidental, y de nuevo más silencio, un silencio sepulcral, hediondo como un cadáver sin batalla. Los buitres sobrevuelan el festín, satisfechos, sin dar gracias por los alimentos recibidos carroñean con sus picos afilados por la ambición y sus garras sostienen con fuerza las actas de su poder. La tierra también agoniza, el verde  muere para dar paso a la desertificación y negros demonios cabalgando con sus alfanjes desenvainados. Los viejos dioses se mudaron hace siglos, el nuevo dios solo sabe poner la otra mejilla. Su rebaño sigue siendo de ovejas, sus apóstoles ya no son pescadores de hombres si no de valores bursátiles y niños despistados. En Roma un viejo loco pasea su soberbia ignorante por el mundo con alma negra y blancas vestiduras mientras el apóstol enterrado bajo la Basílica le llama Judas. Garibaldi espantado convoca un consejo de estado y ultratumba, pero las camisas rojas no significan lo mismo que antaño, nadie responde a su llamada y el Águila tiene reuma en las alas. El tótem de Europa es ahora un feo edificio de cristal y hormigón con plaga de cucarachas.

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